La madre, con delantal. (Ed. Dalmau) |
Mis
antepasados machos gozaban de todos los derechos, entre ellos decidir sobre el
futuro de sus esposas desde el momento del matrimonio. Ellas se convertían en
parte del ajuar… A mi hija le tuve que explicar qué significa esa palabra, al
igual que dote o arras. Desde tiempos ancestrales, la sociedad machista bendecía
un matrimonio mediante la compraventa: la familia de la novia entregaba una
parte de su patrimonio para que el novio aceptase el compromiso de velar por el
futuro económico de la mujer.
Afortunadamente,
pese a vivir en un entorno rural del norte de Burgos (el Valle de Mena), mi
madre se crió en un ambiente liberal y mis abuelos maternos consiguieron darle
estudios: casi acabó el bachillerato y completó un curso de Corte y Confección
en Bilbao. Mamá no sabía qué significaba la palabra “empoderamiento”, no
existía cuando ella estaba forjando su futuro. Aquella formación le sirvió para
tomar decisiones en su vida. O al menos intentarlo. Se casó con el novio que
eligió, ambas familias lo aceptaron e Inés y Manuel se establecieron en Madrid.
Mientras mi padre abandonó el bachillerato para trabajar como dependiente en la
sastrería que su padre montó con otros indianos de Cuba en la calle Preciados,
mi madre completaba el escaso sueldo del cabeza de familia trabajando como
modista. Atendía en casa a las clientas que querían vestir los modelos que
exhibía la alta sociedad española en la revista Hola. Mamá se hizo experta en
plagiar el trajecito de Primera Comunión que lució Felipe de Borbón o la
falda-pantalón de Audrey Hepburn o Ava Gardner.
Pilar Primo de Rivera parió en 1954 este engendro de la Sección Femenina. No te pierdas ni una línea. Iba en serio. |
FALDA PANTALÓN
En pleno franquismo, la legislación impedía que la mujer tuviese los mismos derechos que el
hombre. Y si dentro del hogar gozaban del poder de decisión, tenían que disimular. Si sus maridos eran inteligentes y aceptaban que la razón estaba teñida de color femenino, no había problema. Lo malo era llevarse el gato al agua si el esposo era un machista cabezón.
Aún
recuerdo aquellas ocasiones en que mi madre intentaba explicarle a mi padre que
su inversión en Bolsa se estaba haciendo ruinosa en plena crisis del petróleo
de los años 70. Mi educación estaba impregnada por la certeza de que hombres y padres
siempre tenían la razón y el poder de su lado. Yo no sabía nada de la Bolsa,
pero no entendía por qué mamá le llevaba la contraria cuando él se empecinaba
en mantener su dinero en acciones de Telefónica o Iberduero. Y si mi padre se
enfadaba ante el inteligente discurso de mi madre, instintivamente me ponía de
parte del macho dominante.
Cuesta creer que una mujer, aunque se apellide Primo de Rivera, escribiese esto. |
Con
el tiempo descubrí que mamá tenía razón. Casi siempre tenía razón, pero se veía
obligada a ceder ante la fuerza del varón, consagrada por el clima social
machista. Pero, al menos, ella nunca se calló. Hacía valer su criterio mediante
un discurso bondadoso y una exquisita educación. Sin embargo, de nada le sirvió
cuando mi padre tomó la decisión de abandonar Madrid para volver al pueblo de
nuestros antepasados: Villasana de Mena. Mi padre vio frustrado su sueño de ser
propietario de un negocio del que sólo tenía una octava parte. La pérdida de un
ojo convirtió en almacenista a quien había sido dependiente de primera con
dominio del inglés. La firma que compró la sastrería MALLACA (CA de Cámara) de
la calle Preciados le pagaba menos de lo que mi madre ganaba cosiendo en casa
para la burguesía madrileña. Nunca llegué a preguntarle a mi madre por qué no
se le ocurrió ofrecerle a mi padre que trabajara sólo para ella cosiendo en la
vieja máquina Singer que papá tenía que manejar a veces cuando a mamá se le
acumulaban los pedidos. Seguro que sí que lo pensó, pero era una herejía: un
hombre de aquella época difícilmente podía realizarse profesionalmente
obedeciendo a una patrona que fuese su esposa.
En
1973, mi padre emprendió una nueva vida en Villasana, a 15 kilómetros de
Bizkaia. Tomó las riendas de algunos negocios de su suegro hasta que acabó
abriendo su propia tienda. Mi madre no volvió a coser por dinero. Lo hacía para
vestir a la familia y ahorrar en la compra de nuestra ropa. Su vida laboral se
vio truncada a los 41 años para convertirse en ama de casa, un oficio
que también había atendido en Madrid. En Villasana no había clientela
suficiente para su taller de Corte y Confección. Se dedicó a “sus labores”,
etiqueta franquista que marcaba las tareas “propias de su sexo”: cocinar,
lavar, planchar… y obedecer al marido. Los pantalones los llevaban ellos, en
los que cabían los testículos que les otorgaban el poder desde la cuna. Ellas
empezaban a ponerse falda-pantalón, pero casi pidiendo perdón por la osadía.
DE PREJUICIOS, RAZONES Y CONVICCIONES.
DE PREJUICIOS, RAZONES Y CONVICCIONES.
Mi
hija ha aprendido feminismo en los libros, pero sobre todo en la vida. Sus
profesoras y las mujeres de nuestra familia le han enseñado el camino de la
libertad y la igualdad de género. Tiene una alerta roja que se dispara en
cuanto detecta la sumisión, la discriminación o el abuso de poder. Se ha
convertido en la Fiscalía del Feminismo en mi hogar. Aunque yo presuma de
progresista, conservo ciertos tics y prejuicios heredados de una educación
machista. Cuando mi hija tenía unos pocos añitos, detecté la envidia que sentía
por su hermano. En vez de prohibirle que la sintiese, algo ridículo e
imposible, le animé a que la reconociese. Siendo consciente de una emoción
negativa, sería más capaz de luchar contra ella. Esa misma regla de tres es la
que trato de aplicar en mi vida contra los prejuicios sexistas. Y los tengo:
nos cuesta aceptar que una mujer puede ser más inteligente que nosotros, que
sus méritos profesionales la conviertan en nuestra jefa, que su condición
física le permita correr más rápido, que conduzca mejor, tenga más sentido de
orientación o sea más brillante en cualquier faceta de la vida. Aceptando la
igualdad de género y luchando contra esos prejuicios, los hombres podemos
encontrar más fácilmente el camino de la felicidad. Mujeres Santas e Inocentes
como mi madre pusieron la primera piedra en ese camino.