En Azpeitia hablan bajito. No sé si en Azkoitia pasará lo mismo. Hasta el 3 de diciembre de 2008, me costaba diferenciar una y otra población del Valle del Urola. Sólo dos letras distinguen sus nombres. En el mediodía de ese miércoles, unos pistoleros de ETA asesinaron a Inaxio Uría, de 71 años. Hasta ese frío y húmedo día de principios de diciembre, yo apenas conocía de Azpeitia su Museo del Ferrocarril, LA Basílica de Loyola y poco más. El 4 de diciembre aprendí además que en Azpeitia hablan bajito. En Azkoitia, posiblemente también, vale. ¿Por qué? Tal vez por educación, quizás por no desgastar las cuerdas vocales… ¿Miedo? Seguro que no. En la Euskal Herria de Ibarretxe hay democracia, bienestar, dinero, I+D+I.. ¿Quién puede pedir más? Los asesinados no. Los exiliados al resto de España por pensar diferente tampoco. Si quieren libertad, la tienen que buscar al Sur del Ebro.
A las ocho menos cinco de la mañana del jueves 4 de diciembre de 2008, llegué a Azpeitia para trabajar. Tenía que contar a las ocho lo que había pasado desde el “lugar de los hechos”. Un escalofrío me quitó el sueño cuando pude ver que allí no había nadie. Los asesinos no suelen permanecer mucho tiempo en el “lugar de los hechos”. Los familiares y amigos de la víctima, y ciudadanos anónimos habían dejado en aquella esquina, sobre la acera, un ramo de rosas rojas y nueve velas. También rojas. A las ocho de la mañana, seis de las nueve velas permanecían encendidas. El sirimiri había apagado tres. Tuve que contarlo. La llama del dolor y el recuerdo por una víctima de ETA no soporta el agua. Cuando un compañero de otro medio de comunicación llegó al sitio,
me sugirió encender las velas apagadas…
En Azpeitia, no eran sólo 3 las velas del dolor que estaban apagadas. Más de la mitad de los concejales de su Ayuntamiento eligieron como alcalde a un representante del partido que mira a otro lado cada vez que ETA asesina a una persona. En Enero de 2009, ese alcalde fue depuesto por una moción de censura promovida por el PNV, con el apoyo de un independiente incluido en las listas de EA. El único militante de EA en el Ayuntamiento de Azpeitia no respaldó el relevo. Tal vez porque su partido se jugaba una alcaldía en Zumaya por un pacto con ANV. En Mondragón, aún están esperando a que pase algo parecido para echar de la alcaldía a la primera concejala, que tampoco condenó el asesinato de de Isaías Carrasco. Seguirán esperando, Isaías Carrasco no era “uno de los nuestros”, tal y como diría el Lehendakari.
Un pueblo se define por sus gentes y sus gentes se definen por los bares que pisan y los bares que pisa la gente se definen por su decoración. En Azpeitia, por la mañana, no debe haber mucho donde elegir en materia de bares. Yo busqué alguno que no estuviese plagado de resentidos que me sirviesen café con cara de odio por ir diciendo que quienes mataron a Ignacio Uría eran unos asesinos. Me decidí por uno que parecía el más normal de la zona. Dentro, me encontré la parafernalia habitual del un local ubicado en un pueblo en el que manda el miedo: huchas para recaudar dinero para los presos, para sus familiares, para seguir haciendo, en definitiva, la guerra contra la España invasora. No faltaban, eso sí, colgados de la pared, décimos de la Lotería Nacional del Imperio. El otro local visitado aquella gélida y húmeda mañana de diciembre estaba separado apenas doscientos metros del tanatorio de Azpeitia donde reposaba el cadáver de Ignacio Uría, junto a los restos mortales de otros dos vecinos fallecidos en las últimas horas. Allí, mientras me cambiaba de botas e intentaba entrar en calor con un café, oí una conversación entre dos clientes y el camarero.
- ¿Hay ahí alguno de Azpeitia muerto ahora? –preguntó en su rudo castellano un hombre de más de 60 años.
- Menudo follón tenéis ahí –dijo el otro.
- Acaba de salir el Lehendakari –repuso el primero.
No logré oír lo que decía el camarero. Era un hombre muy discreto. Más que hablar, susurraba. Seguro que sabía que todo se puede malinterpretar en la barra de un bar. Lo mejor es que nadie tenga ni una sola pista de lo que uno dice, de lo que uno piensa, de lo que uno hace… En Azpeitia no hay nada como pasar desparecibido, no sea que te hayan de conocer…
A las ocho menos cinco de la mañana del jueves 4 de diciembre de 2008, llegué a Azpeitia para trabajar. Tenía que contar a las ocho lo que había pasado desde el “lugar de los hechos”. Un escalofrío me quitó el sueño cuando pude ver que allí no había nadie. Los asesinos no suelen permanecer mucho tiempo en el “lugar de los hechos”. Los familiares y amigos de la víctima, y ciudadanos anónimos habían dejado en aquella esquina, sobre la acera, un ramo de rosas rojas y nueve velas. También rojas. A las ocho de la mañana, seis de las nueve velas permanecían encendidas. El sirimiri había apagado tres. Tuve que contarlo. La llama del dolor y el recuerdo por una víctima de ETA no soporta el agua. Cuando un compañero de otro medio de comunicación llegó al sitio,
me sugirió encender las velas apagadas…
En Azpeitia, no eran sólo 3 las velas del dolor que estaban apagadas. Más de la mitad de los concejales de su Ayuntamiento eligieron como alcalde a un representante del partido que mira a otro lado cada vez que ETA asesina a una persona. En Enero de 2009, ese alcalde fue depuesto por una moción de censura promovida por el PNV, con el apoyo de un independiente incluido en las listas de EA. El único militante de EA en el Ayuntamiento de Azpeitia no respaldó el relevo. Tal vez porque su partido se jugaba una alcaldía en Zumaya por un pacto con ANV. En Mondragón, aún están esperando a que pase algo parecido para echar de la alcaldía a la primera concejala, que tampoco condenó el asesinato de de Isaías Carrasco. Seguirán esperando, Isaías Carrasco no era “uno de los nuestros”, tal y como diría el Lehendakari.
Un pueblo se define por sus gentes y sus gentes se definen por los bares que pisan y los bares que pisa la gente se definen por su decoración. En Azpeitia, por la mañana, no debe haber mucho donde elegir en materia de bares. Yo busqué alguno que no estuviese plagado de resentidos que me sirviesen café con cara de odio por ir diciendo que quienes mataron a Ignacio Uría eran unos asesinos. Me decidí por uno que parecía el más normal de la zona. Dentro, me encontré la parafernalia habitual del un local ubicado en un pueblo en el que manda el miedo: huchas para recaudar dinero para los presos, para sus familiares, para seguir haciendo, en definitiva, la guerra contra la España invasora. No faltaban, eso sí, colgados de la pared, décimos de la Lotería Nacional del Imperio. El otro local visitado aquella gélida y húmeda mañana de diciembre estaba separado apenas doscientos metros del tanatorio de Azpeitia donde reposaba el cadáver de Ignacio Uría, junto a los restos mortales de otros dos vecinos fallecidos en las últimas horas. Allí, mientras me cambiaba de botas e intentaba entrar en calor con un café, oí una conversación entre dos clientes y el camarero.
- ¿Hay ahí alguno de Azpeitia muerto ahora? –preguntó en su rudo castellano un hombre de más de 60 años.
- Menudo follón tenéis ahí –dijo el otro.
- Acaba de salir el Lehendakari –repuso el primero.
No logré oír lo que decía el camarero. Era un hombre muy discreto. Más que hablar, susurraba. Seguro que sabía que todo se puede malinterpretar en la barra de un bar. Lo mejor es que nadie tenga ni una sola pista de lo que uno dice, de lo que uno piensa, de lo que uno hace… En Azpeitia no hay nada como pasar desparecibido, no sea que te hayan de conocer…