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El Valle de Mena sufrió entonces con Vizcaya y Álava el mismo dramático destino porque los meneses compartimos la cuenca fluvial que se salió de sus cauces y de sus casillas aquella trágica noche. La naturaleza no sabe de límites provinciales. El Cadagua, el Nervión y otros ríos que iban a dar a la mar, que es el morir, se rebelaron contra sus riberas naturales y buscaron otros horizontes…
En Agosto de 1983, yo era un estudiante de Periodismo con 22 años y muchas ganas de comerme el mundo. Sin embargo, para darme el banquete de la vida, antes tenía que acabar la carrera en Lejona y encontrar un trabajo, árdua tarea con tasas de paro disparadas, como ahora.
Ser joven y no ser millonario siempre ha sido un problema. Y eso que entonces nos conformábamos con mucho menos que los jóvenes de este milenio. 1000 pesetas en el bolsillo (6’01 euros) nos permitían soñar con la compra de un disco de vinilo y varias decenas de cervezas San Miguel. Un servidor, aprendiz de periodista, no podía perder su tiempo veraniego trabajando gratis en medios de comunicación que no pagaban a pelagatos como yo. Aún no había hecho ni una sola práctica en ningún periódico, agencia, radio o televisión. Lo mío no tenía muy buena pinta. 22 años y sin comerme un colín. ¿Qué hacía a cambio? Daba clases particulares en Villasana de Mena a todo aquel veraneante o menés a quien se le hubiesen atragantado los estudios. En aquel verano de 1983, mi casa se convirtió en una Academia que abría cinco horas al día cinco días a la semana.
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Recuerdo perfectamente lo que hice la víspera de las inundaciones, el viernes 26 de agosto de 1983. Después de dar mis clases particulares, me convertí en el transportista de “Deportes Cámara”. Mi padre, Manuel Cámara Orive, se había quedado sin perdigones en la tienda. Había que ir a buscarlos a Eibar. Él me pagó el carnet de conducir y había que rentabilizarlo… Aunque suelo perderme en casa cuando voy de mi cama al retrete, logré encontrar la fábrica de la localidad armera. No sé como. A los inconvenientes de mi desorientación natural se unió una cortina de agua que no me abandonó desde Villasana a Eibar. El viaje lo hice con un SEAT 124 que había sido propiedad de mi tío y que acabó usando mi padre después de que mi hermano y yo le destrozáramos su 124 caravana amarillo a la vuelta de unas fiestas de Vallejo. No hubo heridos graves: de los tres ocupantes, uno necesitó una tirita para una verruga que se reventó, otro una aspirina para el dolor de cabeza y el tercero buscó coraje para contarle a Don Manuel que se había quedado sin coche.
Aquella noche, casi toda mi familia se encontraba en la casa que construyó junto al río Cadagua mi abuelo materno, Tomás Sáez Ortiz. Son dos semiadosados, aunque para nosotros, los nietos de Tomasín, siempre fue “el chalet”. En casa de mi madre había cuatro personas. En la vivienda de mi difunta tía estaba su familia junto a Tomás y Concha, los abuelitos. Entre las dos casas sólo podíamos comunicarnos por un balcón compartido del segundo piso. Los garajes estaban inundados y era imposible salir afuera. El agua cubría la calle la Isla hasta una altura de casi un metro. La corriente tenía una velocidad salvaje. De vez en cuando, se veían troncos navegando por el centro de la calle. Alguno de ellos había derrumbado el muro de bloques de cemento que había enfrente del bar de Manola. Cedió aquel paredón y la reja metálica que había encima. Nos sentíamos como hormigas en medio del océano. Desde las escaleras de acceso a los garajes podíamos ver que el agua cubría totalmente el sótano de la casa. Dos metros y medio de agua, lodo, restos vegetales e inmundicia. Se perdieron para siempre muchos tesoros familiares, recuerdos de nuestra infancia que habían quedado arrumbados en el fondo de la vivienda.
Por aquel entonces, acomplejado por no haber podido hacer ni una sola práctica decente en ningún medio de comunicación, me convertí en colaborador-corresponsal en el Valle de Mena de un periódico que se llamaba “El Papel Burgalés”. Lo editaban unos románticos progresistas que pensaban que era posible competir con la mancheta hegemónica de la provincia: “El Diario de Burgos”. La aventura no duró mucho, pero en aquel verano de 1983 yo hacía mis pinitos con ellos. La mía era una oferta que no pudieron rechazar: mis colaboraciones eran gratuitas, les mandaba crónicas y fotos a través de los amables chóferes de los autobuses de Ansa y ellos me las publicaban… a veces. En aquel entrañable diario había muchos jovencitos burgaleses amantes del periodismo romántico y utópico. Entre sus firmas estaban algunos profesionales como Carlos Salvador o Alejandro Alcalde con quienes acabé compartiendo destino en la misma empresa a partir de 1985: RNE.
¿Y cómo era yo capaz de revelar los carretes y ampliar las fotos? Muy fácil: mi padre me cedió sus
herramientas. Un buen día que le comenté alguna anécdota de la clase de fotografía de la Universidad, Manuel Cámara me pidió que buscase un trasto que había en un rincón del sótano. Era su vieja ampliadora. Con ella se dedicó en los años 50 y 60 a inmortalizar los momentos inolvidables de la infancia de sus hijos. Salvo una mella que tenía en la lente condensadora de luz, funcionaba a la perfección. Mi padre me ayudó a hacer mis primeras fotos utilizando como cubeta una palangana metálica. Su truco diferencial consistía en fijar las fotos con vinagre. Mi padre me había encargado comprar todo lo que hacía falta para revelar fotos, pero se me olvidó el fijador y él recordó que cuando eso le pasaba un buen baño de vinagre hacía las veces. Con el tiempo me compré todo el equipo necesario para poner en marcha un Laboratorio de Revelado en un cuarto de baño de casa. Llamarse Cámara imprimía carácter en mi familia.
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Después le tocó a la cara de mi hermano Patricio, vestido con una bata. Ajeno a la que se avecinaba, sin importarle el peligro cierto que nos acechaba, Patricio incluso sonrió mirando al pajarito. Entonces el chaval tenía 13 años y era todo un valiente. Tras ellas vinieron decenas y decenas de fotos. Afortunadamente, estaba bien pertrechado de negativos. En aquel entonces, cada disparo costaba sus buenas pesetas y no se podía tener el gatillo fácil como ahora con la foto digital.
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En cuanto pude salir de casa, con la bajada de las aguas, comprobé el estado que había quedado la tienda de mi padre. Por aquel entonces ya había abandonado su ubicación en la calle Esprilla, en los locales que acabó comprando Lauri para montar con la Vasqui su “Sindicato 2”. Había reabierto el negocio (Deportes Cámara) en una lonja colindante a nuestra casa. Después de respirar aliviado porque el negocio no había sufrido gravísimos desperfectos, me dediqué a fotografiar el cauce navegable en que se había convertido la calle de La Isla. El agua ya no circulaba como en un torrente, pero había un enorme charco que llegaba desde el Bar de Manola hasta la Casa de Pauli. La Farmacia y el Sindicato fueron objeto de la atención de mi objetivo. Junto a la vieja tienda de los Angulo se podía ver que el agua aún anegaba los bajos pero que no alcanzó el viejo modelo de cabina telefónica adosada que había junto a su entrada.Los garajes del bloque de pisos colindante con mi casa también estaban inundados hasta el techo. En la calle La Isla, los vecinos que tenían la suerte de no poseer plaza de garaje subterráneo pudieron empezar muy pronto la tarea de secado de sus vehículos.
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Abrían las puertas y veían con desesperación que se habían quedado sin coche para mucho tiempo. Otros tuvieron que cambiar de vehículo. Durante días y días hubo asientos al sol por doquier. Los talleres mecánicos también tuvieron trabajo a destajo. ¿Qué habrá sido de la tapa de la delco? ¿Se dice así? Creo recordar que era una pieza que no se podía mojar y si se humedecía impedía el arranque del coche. ¿Sigue habiendo tapas de delco en los coches modernos? Seguro que no. El motor de un coche era entonces y es ahora un gran desconocido para mí.
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En la Farmacia de Enrique, los medicamentos navegaban por la tienda y el almacen. Buena falta hacían las aspirinas disueltas en agua para tantos quebraderos de cabeza que se desataron río abajo, en todo el Valle de Mena, Llodio y Vizcaya. Sin embargo, para más de medio centenar de personas, aquel diluvio fue el último de sus vidas.
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También estaba impracticable el camino que va desde Villasana al Cueto, junto a la “presa de la luz” y al matadero (verdadera escuela de carnicería al público en la que los chavales recibíamos toda una lección de vida y muerte en los años 60, cuando podíamos ver el espectáculo de la matanza de vacas y su posterior descuartizamiento… El vapor de agua que salía de las entrañas provocaba un efecto similar al del incienso litúrgico… Y el matarife era el Sumo Sacerdote dotado del inmenso poder que le confería su gran cuchillo… Ni biblia ni cáliz… Sólo sangre vacuna para teñir sus hábitos, su mandil, sus manos poderosas…)
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El asfalto volvió a su sitio en El Prado. Las aguas retornaron a su cauce en Villasuso, en aquella presa de la vieja central eléctrica. Las inundaciones pasaron, pero no fueron las culpables de que aquellas Fiestas desapareciesen del mapa. Hace falta mucha voluntad y trabajo en balde para poner en marcha festejos como aquellos. Quienes organizaban las fiestas se acabaron cansando y nadie tomó su relevo. Años después de 1983 (que alguien me especifique cuándo) Villasuso dejó de honrar con música y verbena a San Bartolomé. Así anda el pobre, como vaca sin cencerro, pese a haber sido uno de los doce apóstoles de Jesucristo. Dice Wikipedia que “se mantuvo ajeno al amor de las cosas en este mundo, vivió pendiente de los amores celestiales y toda su vida permaneció apoyado en la gracia y auxilio divino, no sosteniéndose en sus propios méritos sino sobre la ayuda de Dios”. Así le fue en Villasuso al pobre. Nadie baila ya en su honor…
Aquellos fueron días de fango. Después de bajar las aguas, quedó el barro, el lodo… Pese a su aspecto asqueroso, no era mierda lo que cubría los sótanos, garajes y bajos de tantas y tantas casas. En el jardín de nuestra vivienda quedaron desplegados todos los muebles y enseres que habían quedado inundados. Aquellos armarios, cómodas, aparadores y camas que se retiraban de los pisos superiores solían quedar aparcados en el sótano hasta encontrar un destino mejor. Su destino fue morir ahogados. Deteriorados por la humedad, quedaron para el desguace y acabaron en el vertedero. A saber cuántos “tesoros familiares” conservados con mimo por mi madre fueron destruidos por la riada.
Toda mi familia se afanó en los trabajos de limpieza mientras yo andaba perdido entre mis clases particulares y mis fotografías. Aún resuenan en mis oídos los justos reproches de mi tío Tomás asegurando que ni me manché las manos durante toda aquella Operación Limpieza. En cambio, el propio Tomás, mi tía Pili, mi madre y mis primas se dieron un palizón. Mi hermano Patricio y mi primo Ricardo se portaron como jabatos con sus 13 años. El paisaje después de la batalla contra la el agua era desolador. Por aquel entonces, un rincón del sótano se había convertido en mi hemeroteca, en la que guardaba mi colección de periódicos viejos. Aquella fue la pérdida menos dolorosa. Todo el mundo sabe que un diario sólo sirve para envolver bocadillos. Con el paso del tiempo, el calor del mes de setiembre acabó secando coches, lonjas, tiendas, bajos, garajes… Las cañerías volvieron a su sitio, el agua se encauzó, las inundaciones del 83 se convirtieron en un recuerdo, pero aquel fue el último verano para Valeriano.
Comentarios
Yo tenia 17 años y pasabamos todos los fines de semana y las vacaciones con el en Villasuso.
Nunca se me olvidara el momento en q la guardia civil aparecio en la puerta de nuestro domicilio en Bizkaia y me dio la noticia. Es una de esas cosas q se te quedan grabadas para toda la vida.
Por cierto, no tenia 59 años sino 57. No es por nada, pero es q el era un poco puntilloso con el tema de su edad